Historia

Notas para la historia: Exposición a S.M. La Reina Isabel II


Santiago
24 de septiembre de 1868

Nosotros, los infrascritos Miembros del Gobierno Provisional de esta República Dominicana, tenemos la honra de someter a la imparcial apreciación de V. M. los justos y poderosos motivos que han decidido a este pueblo a levantarse contra el anterior orden de cosas que el traidor general Pedro Santana y los suyos le impusieran inconsultamente siendo de ningún valor y hasta ridículo el asentimiento de unos pocos en negocio de tanta importancia y trascendencia que interesaba a la mayoría de la nación cual fue el acto extraño de renunciar su autonomía. Tanto más extraño cuanto que el pueblo dominicano, avezado a la lucha que durante diez y ocho años sostuviera contra sus vecinos los haitianos, no podía comprender que peligrase en lo más mínimo su independencia, razón especiosa que diere el mismo hombre que tanto empeño tomara en las glorias de este pueblo y que tantos esfuerzos hiciera por crear el más puro amor a su libertad. Y aun cuando esto no hubiera sido verdad, no era por cierto consultando el querer de unos pocos como debía resolver tan grave y delicada cuestión un hombre público, que, como el general Santana, había llegado a poseer en tan alto grado la confianza de su pueblo. ¿Por qué, pues, si la patria estaba en peligro no la salvó? Y si no podía salvarla, ¿por qué no resignó el poder en manos de la nación? Esta a no dudarlo lo habría hecho. Cuarenta años de Libertad política y civil de que gozó este pueblo bajo el régimen republicano, la tolerancia en materias religiosas acompañadas de un sinnúmero de otras ventajas entre las cuales no deben contarse por poco una representación nacional y la participación en los negocios públicos que indispensablemente trae consigo la democracia, debían avenirse mal con el régimen monárquico y peor aun con el colonial. No es la culpa, Señora, de los hijos de este desgraciado suelo, cuyo anhelo siempre ha sido permanecer amigos de los españoles sus antepasados, que un infiel mandatario, poniendo a un lado todo linaje de consideraciones, hubiera sacrificado a sus intereses personales la existencia de un pueblo al que otra política más elevada, más grandiosa y más en armonía con las luces del siglo, acostumbrara a ser tratado como amigo y como igual, trocando los dulces lazos de la fraternidad por los pesados vínculos de la dominación. No es la culpa, Señora, de los dominicanos que aun hoy mismo desean continuar siendo amigos de los súbditos de S. M. que la mala fe o la ignorancia en materia política de sus gobernantes les hubiese hecho desconocer los gravísimos inconvenientes del sistema colonial, en el cual las mejores disposiciones del monarca siempre se han trocado en medidas desacertadas, siendo la historia de los acontecimientos recientes de este país la repetición punto por punto de lo que ha sucedido en todas las colonias desde la primera que el poder de la Europa fundara en el Nuevo Mundo. A pesar de tan sólidas y poderosas razones para que la anexión de este país a la corona de España fuese mal aceptada, el pueblo sin embargo, ya fuese que el incesante deseo de mejoras y de progreso que era uno de los rasgos característicos de la sociedad dominicana, le hiciese conllevar su suerte con la esperanza de encontrar en su fusión con una sociedad europea los elementos de la prosperidad y de los adelantos por los cuales venía anhelando ya hacía diez y ocho años, ora fuese que la conducta templada de las primeras tropas y el carácter franco y leal de los oficiales superiores hiciesen entrever como posible lo que en los primeros momentos del asombro y de la sorpresa pareciera de todo punto irrealizable; el pueblo, decimos, calló y esperó; mas ¡cuán cortos fueron estos instantes de grata ilusión! Como si se hubiese temido que la desunión inevitable de dos sociedades entre las cuales había tanta disparidad se retardaría demasiado continuando en ese sistema de suavidad y moderación, se principió desde luego a discurrir los medios de engendrar el descontento y desaliento que muy luego debieran producir un completo rompimiento. Había transcurrido ya, Señora, el término que el general Santana, en vuestro augusto nombre, había fijado para la amortización del papel moneda de la República, y cuando todos ansiaban por ver desaparecer tan grave mal, aparecía el célebre Decreto de la Comisaría Regia. No cansaremos, Señora, la augusta atención de V. M. con el relato minucioso de semejante disposición, bastando decir que sus efectos, como era de esperarse, se hicieron sentir en todas las clases de la sociedad, como sin disputa sucede siempre con todas las medidas que afectan la circulación monetaria de un país. Empero, a pesar de tan desastrosa disposición, que en cualquier parte del mundo hubiera causado una revolución, aquí se sufrió con la mayor resignación, no oyéndose más que súplicas, lamentos y suspiros, como si el pueblo dominicano dudase aun que tamaños desaciertos pudiesen ser creación de los sabios de Europa, a quienes, gracias a nuestra modestia, hemos considerado superiores en inteligencia. Estaba escrito según parece, que la obra de los desatinos económicos debía consumarse y la sustitución del papel moneda de la república incluso sus billetes de banco por los de la emisión española y la moneda de cobre vino a ser el termómetro que midiera la buena fe y conocimientos de los agentes de V. M. y el sufrimiento y tolerancia de sus nuevos súbditos. No distraeremos demasiado, Señora, la elevada atención de la augusta persona a quien este escrito se dirige. Baste decir que semejante error económico no lo ha cometido ni aun la oscura República de Haití en los momentos de su nacimiento, no lo ha padecido, Señora, la humilde y modesta República Dominicana. Nada diremos, Señora, del fausto con que se inaugurara la Capitanía General de Santo Domingo, ni de un sinnúmero de otras medidas, que aumentando exorbitantemente las erogaciones de la nueva colonia, cuyos anteriores gastos eran en extremo moderados, habían de producir forzosamente un déficit, que no podría cubrirse sin el aumento escandaloso de las contribuciones e impuestos. Todos estos particulares han sido juzgados y apreciados en su verdadero valor por personas de juicio de la misma península y la opinión pública está acorde sobre este punto, que en la nueva colonia de la monarquía Española todo ha sido extravío y desaciertos. Superfluo sería, Señora, ocupar la atención de V. M. con el relato de las puerilidades, insulceses, arbitrariedades, groserías y despotismo del último Gobernador Comandante General de la provincia del Cibao Don Manuel Buceta, baste decir que por muy idóneo que fuese para Gobernador del presidio de Samaná, era empero inadecuado para regir los destinos de una de las provincias más adelantadas de la que había sido República Dominicana.

Semejantes trivialidades ni son para dichas en un escrito de la naturaleza este, ni dignas tampoco de ser escuchadas por la augusta persona a quien se dirige; solo diremos que el desaliento se tornó en un profundo abatimiento y que los buenos habitantes de este suelo perdieron toda esperanza, no ya de ser mejor gobernados de lo que lo fueron en otra época, más ni aun tan bien. Aunque quisiésemos no podríamos callar, Señora, porque pesa demasiado sobre nuestros corazones, la última catástrofe debida únicamente a la ligereza e impaciencia de este Señor Brigadier, quien no contando ni con recursos para sostener un sitio, ni menos con el auxilio de los naturales del país, se encerró imprudentemente en el denominado castillo de San Luis, para entregar luego a las llamas una de nuestras principales ciudades, que ha quedado reducida a cenizas, evacuándola ocho días después. Lo propio habría que decir, Señora, de las injusticias, desmanes y asesinatos del Comandante Campillo. El generoso corazón de V. M. se lastimaría al oír el relato de los actos de este oficial, cual se lastimaba el de vuestra augusta predecesora, la grande Isabel, con los sufrimientos de los indios aborígenes de este propio país: de idéntico modo se nos ha tratado. Callaremos, Señora, aunque no fuese más que por guardar decoro a las leyes de la humanidad, las persecuciones infundadas, los encarcelamientos injustos o inmerecidos de nuestros principales patricios; los patíbulos escandalosos e injustificables; los asesinatos a sangre fría de hombres rendidos e indefensos, que se acogían a un indulto que se ofrecía en nombre de V. M. Callamos, Señora, porque la pluma es impotente para describirlos, el lenguaje es débil para pintarlos, y porque queremos ahorrar a V. M., Señora, el dolor y la angustia que le proporcionarían el convencimiento de que mandatarios infieles, abusando de vuestro nombre y de la credulidad de estos habitantes en el honor e hidalguía de la nación española, se sirviesen de ellos y los convirtiesen en una poderosa palanca de trastornos y revoluciones. Lo que atravesamos es eminentemente popular y espontáneo. Dios haga que no haya quien a V. M. diga lo contrario, por dar pábulo a la continuación de la guerra, porque de ella se promete el mejoramiento de su posición social. La lucha, Señora, entre el pueblo dominicano y el ejército de V. M., sería por todo extremo ineficaz para España, porque, créalo V. M., podríamos perecer todos y quedar destruido el país por la guerra o incendio de sus pueblos y ciudades, pero gobernarnos otra vez autoridades españolas, eso nunca, jamás. Sobre cenizas y escombros de la que no hace muchos días era la rica y feliz ciudad de Santiago se ha constituido este Gobierno Provisional, precisamente para armonizar y regularizar la revolución; y estos escombros, estas cenizas y estas ruinas, en fin, que nos llenan al alma de “honda melancolía”, así como las de Guayubín y Moca, dicen bien a las claras que el dominicano prefiere la indigencia con todos sus horrores para él, sus esposas y sus hijos, y aun la muerte misma, antes, Señora, que seguir dependiendo de quienes le atropellan, lo insultan y le asesinan sin fórmula de juicio. Nuestro pueblo dice a una voz que a España, no tiene reconvenciones que encaminar, sino contra los que la engañaron. Por consecuencia no deseamos la guerra con ella y lejos de eso la veríamos como una gran calamidad. Lo único que apetecemos es nuestra Libertad e Independencia y mucho más nos llenaría de placer el acabar de completarlas con la posesión de Santo Domingo, Samaná  y Puerto Plata, sin más sangre, lágrimas, ni ruinas. Toca, Señora, al gobierno de V. M. el apreciar en su debido valor la breve exposición de los poderosos motivos que han forzado al pueblo dominicano a separar sus destinos del gobierno de V. M. M. y hacer que esta forzada separación termine de la manera justa, imparcial, templada y amistosa que cumple a naciones cultas y civilizadas y ligadas a pesar de todo por los fuertes vínculos del origen, la religión, el carácter y el idioma. Y al logro de un objeto tan eminentemente honroso, que a no dudarlo sería en espléndido triunfo de la moral y del progreso humano, desde luego nos anticipamos a someter a la alta apreciación de V. M. la conveniencia de nombrar por cada parte dos plenipotenciarios, quienes reuniéndose en un terreno neutral, establecieran las bases de un arreglo del cual surja en hora feliz un tratado que nos proporcione los inapreciables bienes de la paz, la amistad y el comercio. Sírvase V. M. aceptar con su genial agrado esta franca exposición de nuestras quejas, derechos y firme resolución de rescatarlos, y resolver en su consecuencia según en ella tenemos el honor de proponer a V. M.

A. L. R. P. de V. M. Firmados: El Vicepresidente del gobierno: Benigno F. de Rojas. Comisión de Relaciones Exteriores: Ulises F. Espaillat. Comisión de la Guerra: Pedro F. Bonó. Comisión de Hacienda: Pablo Pujol. Comisión del Interior y Policía: Genaro Perpiñán.

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